¡Hola! Nuevo relato para la colección de la propuesta "Tres palabras, un relato". ¡No os lo perdáis!
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LOS SECRETOS DEL COLGANTE VERDE
—¿Y ese colgante?
El hombre llevaba colgado al cuello lo que parecía el caparazón de una tortuga, era verde pero brillaba como si estuviera hecho de oro.
—Una vieja historia, me lo regalaron hace mucho tiempo.
—¿Es de oro?
—No, de kryptonita.
—¿De kryptonita? –le pregunté incrédulo—. ¿No es el compuesto que hace perder sus poderes a Supermán?
—Exacto.
—¿Y esa tortuga verde es de kryptonita? ¿Me tomas el pelo?
—Puedes creer lo que te digo o no, a mí me da igual.
—¿Y quién te la regalo?
—Es muy largo de contar y no me vas a creer.
—Tengo tiempo, te escucho.
Pedí dos whiskys con hielo para animarle a que me contase su historia. Era un hombre moreno, alto y fuerte, elegante, aparentaba unos treinta años. Hacía varios meses que le veía sentarse todas las noches en mi pub habitual. Despertaba mi curiosidad, por eso le abordé aquel día.
—Fue hace muchos años –empezó.
—No serán tantos –le interrumpí— porque tu no pareces muy mayor.
—No vamos a hablar de mi edad, que te vas a hacer más lío.
—Vale. Sigue.
—Yo estaba obsesionado con el yoga, con los viajes astrales, con los extraterrestres, la parapsicología me volvía loco. Entré en un grupo que dirigía un personaje extrañísimo. Decía tener un título de marqués y poseía una finca en un pueblo de Salamanca, allí iniciaba a sus fieles, funcionaban como una secta. A mí tardaron muchos meses en dejarme acudir a sus clases para neófitos, que tenían lugar un un castillo que estaba en la finca del marqués.
—¿Y qué hacíais?
—Meditación y meditación, descubrirnos a nosotros mismos, decían ellos.
—¡Vaya un rollo!
—Es posible. El castillo tenía la más impresionante biblioteca de libros esotéricos que hayas podido ver. Allí me permitían pasarme las horas muertas estudiando, pero a lo que yo aspiraba era a que me dejasen participar en las reuniones secretas que se celebraban en el salón principal del castillo, donde tenía vetada la entrada.
—¿Conseguiste que te admitieran?
—Sí. En el salón habían construido una pirámide de cristal que llegaba hasta el techo. La cúspide de la pirámide sobresalía por la bóveda más alta del castillo.
—¿Y qué hacían en esa pirámide?
—Pretendían construir una máquina para viajar en el tiempo o para adentrarse en mundos paralelos. Ya sabes: “Existen otros mundos pero están en éste”, como decía Paul Eluard.
—Venga, hombre, no me vaciles.
—Tú me has pedido que te cuente la historia del colgante.
—Vale, continúa.
—No sé los motivos pero el marqués me eligió para la primera experiencia con la máquina. Yo acepté. Una noche que descargó una tormenta infernal y que llovía desesperadamente, me hicieron entrar en la pirámide. Me quedé de pie en el punto central que estaba señalado con un círculo y seguí las instrucciones que me daban desde fuera. Cuando se activaron los mecanismos que manipulaba el marqués empezaron a salir rayos luminosos desde las paredes y desde el suelo. Los rayos formaron una espiral a mi alrededor, una espiral que me impulsaba hacia el techo, que me arrastraba irresistiblemente como si fuera un agujero negro, imposible resistir. Sentí que volaba dentro de la espiral de rayos. Fueron unos minutos angustiosos, luego se hizo la oscuridad, tenía los ojos abiertos y no veía nada. Cuando volvió la luz me quedé fascinado.
—¿Por qué…?
—No había ni pirámide, ni rayos, ni castillo, como si se hubieran evaporado. Me encontré tumbado en una playa de arena roja como la sangre. Delante de mí un mar estancado y apacible, en calma, de un verde intenso. La playa estaba llena de caparazones gigantes de tortuga, exactamente como mi colgante. Y al fondo un castillo monumental con forma de tortuga, que tenía la altura del más alto rascacielos que hayas visto en la Tierra.
—Joder, tío, te habías fumado cien canutos.
—Ya te he dicho que no me ibas a creer.
—Sigue, sigue, no te enfades.
—De los caparazones de tortuga salieron unos extraños personajes. Me rodearon y se acercó a mí una mujer que iba vestida con una túnica verde de los pies a la cabeza. Me dijo que era la princesa Xania.
—¿En qué idioma habló contigo?
—No emitió ningún sonido. Su mente contactó con la mía sin palabras, ellos no las necesitan. Todo fue armónico, me llevó al castillo de la mano, yo era una ovejita que seguía al pastor. Me instalaron en un aposento del castillo con forma de tortuga y me estuvieron analizando durante muchos días. Estudiaban mis constantes vitales, mis reacciones, mis pensamientos. Sólo me comunicaba con Xania, que vivía conmigo en aquel aposento.
—¿Y cómo se lo montaba en la cama tu alienígena? –le dije guiñándole un ojo.
—Eso no te interesa, pero yo no he dicho que fuera una alienígena.
—¿Qué era entonces?
—Una civilización más adelantada que la nuestra y quizá del futuro. Xania me dijo que habíamos desafiado las reglas del tiempo y el espacio, pero que ellos serían capaces de deshacer aquella locura. Viví mucho tiempo en aquel lugar y aprendí cosas que todavía nadie ha sido capaz de descubrir. Xania, mi amiga, y maestra, pertenecía a una raza extrañísima, medía más de dos metros de altura, pero era esbelta y con unos rasgos delicadísimos, una auténtica belleza, eso sí, de color verde. Me hubiera quedado a vivir eternamente con ella, pero no me lo permitieron. Un día me dijo que mi estancia entre ellos llegaba a su fin, que habían descubierto la manera de hacerme regresar a mi lugar de origen. Antes de marcharme me colgó este colgante de kryptonita al cuello y me dijo que nunca me lo quitase y que con él jamás envejecería.
—¿Y te despertaste?
—Fue terrible.
—¿Qué fue terrible?
—Mi regreso a casa. Me llevaron a la playa de arena roja y apareció la espiral de rayos que me engulló de nuevo, viajé por el agujero negro. Cuando mis ojos volvieron a ver la luz, el paisaje era desolador. Delante de mí estaba calcinado el castillo del marqués. Sonaban sirenas de coches policiales y de ambulancias. Me pusieron en una camilla. “Es sorprendente”, le oí decir a una enfermera. “No tiene ni una quemadura, ni el más mínimo rasguños”. Un policía se acercó: “Tú podrás contarnos lo que ha ocurrido aquí”. “No sé, el marqués hizo un experimento y me mandó a otro mundo”, le dije. “Ese ha sido el último experimento de ese majara, porque eres el único superviente”. Todos los miembros de la secta, menos yo, fallecieron en una enorme explosión que provocó un incendio devastador, nunca se descubrió cómo pudo producirse aquella catástrofe. A mí me tomaron por loco, aunque no llegué a hablarles de Xania, ni de los hombres verdes ni de la kryptonita.
—¿Y cuándo ocurrió todo eso? –le pregunté.
—Hace más de cincuenta años.
—Tú estás loco de remate. Te darían una droga alucinógena y te imaginaste esas fantasías.
—Puedes pensar lo que quieras, pero este colgante es una prueba irrefutable, nadie ha podido descifrar de qué material está hecho.
—¿Y tú insiste en que es de Kryptonita?
—Sí. Pero, además, este colgante tiene otro misterio.
—¿Cuál?
—Otra noche te lo contaré y te explicaré las razones por las que no envejezco, la piedra filosofal existe y la llevo colgada del cuello.
Se acabó el whisky y se marchó sin decirme su nombre, se me quedó grabado su colgante de un verde esmeralda fascinante y también sus ojos cóncavos como una sima profunda. Le he esperado muchas noches con una copa en la mano en aquel pub, no ha vuelto todavía. No desespero. Algún día regresará y me contará sus secretos, mientras tanto leo y releo todos los libros esotéricos que caen en mis manos. Mi biblioteca ya se asemeja a la del marqués de su historia. Debo estar preparado para seguir sus pasos, yo tampoco quiero envejecer.
Vicente CARREÑO