viernes, 16 de septiembre de 2016

Relato: La despedida

La despedida
Cerré los ojos con fuerza, con la esperanza de que al abrirlos todo hubiera cambiado. Miré mi reflejo en el charco, recorrí cada centímetro de mí. Mis manos blancas, como la cal. Mi tez desgastada, como si los años me hubieran alcanzado antes de tiempo. Mi expresión era triste y apagada, carente de vida. Toqué asustado el agua, esfumándose por un instante la cruda realidad.

Me sentía enfurecido con la vida, conmigo mismo. Quise gritar, llorar y mostrarle al mundo lo arrepentido que estaba. No salió más que un suspiro de mis labios, sabía que era demasiado tarde. ¿Eso era lo que iba a hacer?, me pregunté. ¿Quedarme de brazos cruzados, lamentándome de lo que pudo haber sido y no fue?

Alcé de pronto la cabeza y entonces les vi llegar a lo lejos. Venían todos y cada uno de ellos a los que esperaba. Sonreí al verles, sabía que no me fallarían en una fecha tan señalada. Papá y mamá iban primero, abrazados fuertemente con la mirada perdida. Los abuelos venían detrás, cogían de la mano a mi hermano, que sujetaba entre sus pequeños brazos un gran ramo de flores. Le vi tan menudo, tan parecido a mí; que no pude evitar emocionarme.

Todos caminaban como almas en pena, con el mismo gesto afligido. Parecían arrastrar sus cuerpos, formaban una oscura nube más de la tormenta. Sus pasos eran lentos y constantes, sabían dónde querían llegar, habían ido docenas de veces. No había semana que percibiera su ausencia, que no les viera realizar el mismo ritual. Las mismas palabras, los mismos movimientos. Sin embargo, hasta ahora había sido cobarde, lo reconozco. Me faltaba valentía para dar el paso, reconocer de una vez por todas lo que había ocurrido.

Rodearon entonces la tumba, haciendo de sus cuerpos la trinchera que todo lo cubre. Sus sollozos iban acompañados del silbido del viento, la banda sonora de todo cementerio. El lugar que más historias esconde, todas con nombre y apellidos. Dicen que todos los secretos van a parar allí, al lugar de nadie y a la vez de todos.

Y fue el abuelo el primero en romper el frío silencio que hasta ahora les unía. Dio un paso adelante y se situó frente a la lápida. Apretaba sus puños y miraba al cielo, rogándole al Señor. Temblando, dejó paso a la abuela. La mujer, entre lágrimas, depositó su rosario a los pies de la tumba, acompañado de una larga oración. Era el turno de papá, junto a Marcos. Ambos colocaron el ramo, dejando a la vista una preciosa fotografía de familia en su interior. El pequeño parloteó unas palabras que llegué a entender y lanzó el beso más grande que pudo dar. Papá, con el semblante serio que le caracterizaba, se limitó a orar en silencio. Cuando acabó, intercambiaron una mirada que todos entendieron: debían dejarla a solas.

Me acerqué hasta un árbol próximo. Observé a mamá más de cerca y me di cuenta de lo mucho que se había dejado. Ya no se maquillaba, ni peinaba apenas. No veía por ningún lado a mi madre de antes. Aquella persona de ojos vivos y sonrisa radiante. En su lugar, una persona con una amargura eterna. Condenada de por vida, como si hubiera cometido el mayor de los crímenes.

Sabía que no tardaría en desmoronarse, siempre le ocurría. Quise entonces enfrentarme a aquello que tanto miedo me daba, pero que debía hacer. Suspiré profundamente y me situé a su lado, me temblaba todo el cuerpo. Aun así, posé una mano en su hombro y lloré con ella mi propia muerte. Necesitaba que supiera que estaba allí, que realmente no me había ido. Sentía que tenía que confesarle todos mis pecados, tenía que sincerarme ante ella. Temía que mis esfuerzos fueran en vano, pero había que intentarlo.

No llores más, por favor… Estoy aquí, contigo…

Mamá continuó sollozando, ésta vez sentada sobre mi tumba. Parecía no escucharme u obviar mis palabras. ¿Acaso un año no había sido suficiente sufrimiento para ella? Acaricié sus cabellos y besé su frente. Si al menos no me veía, no quería partir sin despedirme.

Gracias por esos quince años que me diste de vida. Te quiero, mamá.

Como si milagrosamente hubiera sentido mi presencia junto a ella y mi despedida, tomó una bocanada de aire y acarició con la yema de sus dedos mi fotografía. A lo lejos, Marcos corrió a su encuentro. El abrazo de su hijo pareció reconfortarle y juntos de la mano partieron hacia la salida del cementerio.

Pero antes de cruzar la verja, Marcos dejó de caminar y se dio la vuelta. Comenzó a sacudir su brazo, a sonreírme desde la lejanía. Le respondí de la misma manera y puse un dedo en mis labios, tenía que guardar silencio. Le dijo algo a mamá, tirando de su mano para volver sobre sus pasos.

Adiós, familia.

Me desvanecí, no era el momento.

Marta Morales Regacho




 

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