lunes, 9 de noviembre de 2015

Relato: La noche que no pudo soñar


Un día el abuelo me contó la noche que no pudo soñar. Ocurrió hace años, una fría noche de noviembre, en el pueblo más profundo de Toledo. El cielo se teñía ya oscuro, cuando el viejo reloj de la cocina marcaba las ocho de la tarde. Aparentemente, todo en orden. Tras haber cenado algo de embutido con unos pedazos de pan y un vaso de leche caliente, dejó reposar la comida sentado en su sillón de orejas de color granate. Entornó sus ojos sin afán de dormir, tan sólo descansar antes de irse a la cama. Un silencio escalofriante envolvía la estancia. El silencio era tal, que podían escucharse como únicos sonidos el tic tac del reloj y el cuco que asomaba la cabeza cuando marcaba las horas puntuales. Ningún ruido molesto del exterior. Ningún animal nervioso, que rompiera la tranquilidad con sus quejidos. Nada. Una situación idónea para echar una cabezada.

El abuelo no conseguía conciliar el sueño, por mucho que se lo propusiera. ¿Algo que le inquietara, quizás? No, que él recordara. Cerraba los ojos y tan sólo podía divisar un espacio oscuro, una habitación vacía, carente de objetos y personalidad. Una propiedad de nadie con paredes negras, suelo y techo del mismo color. No era un lugar ni mucho menos familiar, no recordaba jamás haber estado en un lugar similar. No soñaba ya como antes, con sus nietos correteando a su alrededor; o aquella vez que soñó que montaba a caballo como hacía cincuenta años, nada.

El mundo de los sueños había perdido el sentido que toda persona le daba. Un momento donde todo era posible, donde no había reglas y donde saltar por un precipicio no significaba estar loco. ¿Cómo podía alguien dejar de soñar de la noche a la mañana? ¿Estaba el ser humano preparado para arrebatarle algo así? ¿Dónde comenzaba y acababa el consciente, si había desaparecido el lugar donde se dejaba llevar? Era todo tan abstracto, que no llegaba a comprenderlo.

Los días pasaron y el problema persistió. Las noches se tornaron vacías y con ello llegó la pérdida de la magia que las caracterizaba. El abuelo se vio maniatado, sin libertad alguna, la angustia se fue apoderado de él como si de una maldición de tratara.

Pero una noche, se propuso acabar con esa sensación. ¿Por qué no?¿Quién dijo que los sueños no podían cambiarse? Así pues, llegada la hora, se esforzó y empleó todas sus energías en introducirse en aquella oscura habitación a conciencia. Le costó, no obstante cuando quiso darse cuenta allí estaba. Echó una ojeada rápida por cada rincón, igual o más vacío que el siguiente. Una vez dentro entrecerró los ojos, enfocando la vista en algo que llamaba su atención al fondo de la estancia. Parecía un corcho y ocupaba gran parte de la pared, estaba arrebatado de fotos y carteles, alumbrados únicamente con una tenue luz. Al principio no sabía de qué se trataba, si aquellas fotos eran suyas o no. De pronto, sintió que el corazón le daba un vuelco. Una de las fotografías del tablón representaba un hospital abandonado, en concreto una sala de operaciones. Otra de ellas era su hogar, la casa en la que había vivido desde niño. Ésta estaba consumiéndose entre el fuego, toda ella rodeada de cristales rotos, la fachada calcinada por las llamaradas. En ese instante, las lágrimas bañaron su rostro. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso era una premonición?

Junto a éstas había carteles de letras grandes que decían palabras sueltas como: SOLEDAD, MUERTE, DECEPCIÓN entre otras muchas. Aquello tenía ahora menos sentido para el abuelo que al principio. Comenzó a sollozar, temiéndose lo peor y no dejaba de atormentarse con todas las preguntas que le llegaban a la cabeza.

Hastiado, cogió las fotos y las hizo añicos, las tiró al suelo, las pisó. Todas y cada una de ellas.
En ese mismo momento, la habitación comenzó a cobrar vida. Entonces, sí. Reconoció cada centímetro de la estancia, iluminada con luz natural. ¿Sería casualidad?¿Por qué al romper las fotografías todo había cambiado?¿Habría conseguido su objetivo: volver a soñar?
Cayó en la cuenta de algo. El tablón no era más que un reflejo de sus miedos, de todo de lo que durante el camino de la vida había temido: a decepcionar a los suyos, a morir solo, a la pérdida de sus pertenencias.




Los días pasaron y ya no hubo angustias ni frustaciones, no hubo tampoco que cambiar los sueños. Ya soñaba como antes, disfrutando de ese mundo mágico del que disponíamos los seres vivos y no era más que una realidad paralela. 

MARTA MORALES REGACHO 

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