Retiro con delicadeza la cortina. Después de más de un mes de retraso, el otoño ha llegado. Su frío, sus lluvias, su ventisca. El suelo se tiñe de colores tostados, los días son más cortos. Abro mi ventana, cierro los ojos, respiro. Un delicioso olor a castañas invade cada rincón de mi cuerpo. Ese olor a madera quemada, que me hace evadir a una cabaña de piedra en medio de la montaña.
En ella, estoy arrebullada en un sofá de orejas, que me ha atrapado, me ha hecho ser parte de él. Estoy rodeada de estanterías, rodeada de sabiduría, que jamás llegaré a conocer en su totalidad. A mis pies descansa una criatura. Mi criatura, mi fiel amigo. Cuando pienso en él, parece adivinarlo. Me mira, le miro. Bosteza, mostrándome su afilada dentadura. Estira sus patas, se vuelve a enroscar. Esta vez más cerca de mí, necesita sentir mi contacto, que sigo ahí, que no le he abandonado.
En mis manos reposa un libro, que ha conseguido atraparme, hacerme partícipe de sus aventuras. Me mantiene intrigada, la trama cada vez es más compleja y el final más oscuro. No sé qué me depararán sus páginas. Por ello, decido volver a ella, dejarme llevar una vez más y convertirme en la abogada de un asesino. Qué contradictorio, ¿verdad? Alguien que vela por la justicia de alguien injusto. Esa es la vida que sólo dentro de una novela podré vivir.
El fuego mantiene mi cuerpo cálido y la estancia agradable. Le proporciona magia a la cabaña, la esencia que no puede faltar. De vez en cuando, levanto la vista y me quedo ensimismada entre las llamas. Entorno los ojos, tomo aire. ¡Qué afortunada soy!
Cuando despierto te miro, aún sigues dormido. Y es que con el frío que hace no tenemos ganas de salir de las mantas. Sin embargo, te acarició la espalda, deposito un beso en tus labios y te propongo al oído:
-¿Paseamos?
Marta Morales Regacho