Un día el abuelo me
contó la noche que no pudo soñar. Ocurrió hace años, una fría
noche de noviembre, en el pueblo más profundo de Toledo. El cielo se
teñía ya oscuro, cuando el viejo reloj de la cocina marcaba las
ocho de la tarde. Aparentemente, todo en orden. Tras haber cenado
algo de embutido con unos pedazos de pan y un vaso de leche caliente,
dejó reposar la comida sentado en su sillón de orejas de color
granate. Entornó sus ojos sin afán de dormir, tan sólo descansar
antes de irse a la cama. Un silencio escalofriante envolvía la
estancia. El silencio era tal, que podían escucharse como únicos
sonidos el tic tac del reloj y el cuco que asomaba la cabeza cuando
marcaba las horas puntuales. Ningún ruido molesto del exterior.
Ningún animal nervioso, que rompiera la tranquilidad con sus
quejidos. Nada. Una situación idónea para echar una cabezada.
El abuelo no conseguía
conciliar el sueño, por mucho que se lo propusiera. ¿Algo que le
inquietara, quizás? No, que él recordara. Cerraba los ojos y tan
sólo podía divisar un espacio oscuro, una habitación vacía,
carente de objetos y personalidad. Una propiedad de nadie con paredes
negras, suelo y techo del mismo color. No era un lugar ni mucho menos
familiar, no recordaba jamás haber estado en un lugar similar. No
soñaba ya como antes, con sus nietos correteando a su alrededor; o
aquella vez que soñó que montaba a caballo como hacía cincuenta
años, nada.
El mundo de los sueños
había perdido el sentido que toda persona le daba. Un momento donde
todo era posible, donde no había reglas y donde saltar por un
precipicio no significaba estar loco. ¿Cómo podía alguien dejar de
soñar de la noche a la mañana? ¿Estaba el ser humano preparado
para arrebatarle algo así? ¿Dónde comenzaba y acababa el
consciente, si había desaparecido el lugar donde se dejaba llevar?
Era todo tan abstracto, que no llegaba a comprenderlo.
Los días pasaron y el
problema persistió. Las noches se tornaron vacías y con ello llegó
la pérdida de la magia que las caracterizaba. El abuelo se vio
maniatado, sin libertad alguna, la angustia se fue apoderado de él
como si de una maldición de tratara.
Pero una noche, se
propuso acabar con esa sensación. ¿Por qué no?¿Quién dijo que
los sueños no podían cambiarse? Así pues, llegada la hora, se
esforzó y empleó todas sus energías en introducirse en aquella
oscura habitación a conciencia. Le costó, no obstante cuando quiso
darse cuenta allí estaba. Echó una ojeada rápida por cada rincón,
igual o más vacío que el siguiente. Una vez dentro entrecerró los
ojos, enfocando la vista en algo que llamaba su atención al fondo de
la estancia. Parecía un corcho y ocupaba gran parte de la pared,
estaba arrebatado de fotos y carteles, alumbrados únicamente con una
tenue luz. Al principio no sabía de qué se trataba, si aquellas
fotos eran suyas o no. De pronto, sintió que el corazón le daba un
vuelco. Una de las fotografías del tablón representaba un hospital
abandonado, en concreto una sala de operaciones. Otra de ellas era su
hogar, la casa en la que había vivido desde niño. Ésta estaba
consumiéndose entre el fuego, toda ella rodeada de cristales rotos,
la fachada calcinada por las llamaradas. En ese instante, las
lágrimas bañaron su rostro. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso era
una premonición?
Junto a éstas había
carteles de letras grandes que decían palabras sueltas como:
SOLEDAD, MUERTE, DECEPCIÓN entre otras muchas. Aquello tenía ahora
menos sentido para el abuelo que al principio. Comenzó a sollozar,
temiéndose lo peor y no dejaba de atormentarse con todas las
preguntas que le llegaban a la cabeza.
Hastiado, cogió las
fotos y las hizo añicos, las tiró al suelo, las pisó. Todas y cada
una de ellas.
En ese mismo momento, la
habitación comenzó a cobrar vida. Entonces, sí. Reconoció cada
centímetro de la estancia, iluminada con luz natural. ¿Sería
casualidad?¿Por qué al romper las fotografías todo había
cambiado?¿Habría conseguido su objetivo: volver a soñar?
Cayó en la cuenta de
algo. El tablón no era más que un reflejo de sus miedos, de todo de
lo que durante el camino de la vida había temido: a decepcionar a
los suyos, a morir solo, a la pérdida de sus pertenencias.
Los días pasaron y ya
no hubo angustias ni frustaciones, no hubo tampoco que cambiar los
sueños. Ya soñaba como antes, disfrutando de ese mundo mágico del
que disponíamos los seres vivos y no era más que una realidad
paralela.
MARTA MORALES REGACHO