El sabor más dulce – Marta Morales Regacho
Saboreé mi paladar, dulce y amargo a la vez, algo difícil de explicar. Recorrí la sala con un vistazo rápido, centrándome especialmente en el espejo que tenía frente a mí. Sabía que me observaban, pero eso era lo de menos. Acaricié mis cicatrices con indiferencia, fingiendo que nada me afectaba. Podían herirme, gritarme… Mi conciencia estaba tranquila.
La joven preguntó por tercera vez, intentando mostrarse paciente:
-Respira, tenemos toda la mañana -Posó una mano sobre mi hombro-. Necesito que me relates qué ocurrió exactamente aquella noche. Cualquier detalle nos servirá de ayuda, ¿de acuerdo?
Cinco agentes, que agarraban sus armas con recelo, me intimidaban desde sus puestos. Sus miradas se clavaban como puñales en mi alma. Analizaban cada uno de mis movimientos, planeando cómo hacerme hablar más de lo que sabía. No me inspiraban confianza. Me mordí la lengua, no quería llorar. No frente a aquellos despiadados. Pero lo que aún no sabían era mi punto débil, jamás les concedería el placer de conocerlo.
-Dinos la verdad y te dejaremos ir, muñeca -susurró un policía, acariciando mi espalda con su repugnante dedo-. Es fácil.
-Ya se lo he dicho. Aquel payaso intentó matarme. ¿Contentos? ¿Eso querían escuchar?
Pude oír la carcajada de uno de ellos. Le miré fijamente sin pestañear, deseando que un rayo le fulminara en aquel momento. Con furia, apreté los puños hasta dejarme la marca de mis uñas. Me negaba a que siguieran torturándome de esa manera.
-La noche del veinticuatro, unas cámaras de seguridad del parque te grabaron llevando un objeto un tanto peculiar, diría yo. Horas más tarde se encontró un cuerpo sin vida en el mismo lugar. Demasiadas coincidencias, ¿no?
Hastiada de tanta presión, comencé a relatar.
Todo ocurrió muy rápido, apenas me dio tiempo a asimilar los hechos. Era viernes y ya estaba comenzando a atardecer, así que decidí salir a dar un paseo para disfrutar de los últimos instantes de luz. Un cartel luminoso llamó mi atención a unas manzanas de mi apartamento. Se podía leer a varios metros de distancia: “Circus Park”. La curiosidad me llevó a adentrarme en el lugar, parecía mágico. El recinto estaba repleto de carpas, vendedores ambulantes y niños que disfrutaban de lo que el circo les ofrecía. El dulce olor a algodón de azúcar y palomitas de mantequilla invadió de pronto todos y cada uno de mis sentidos. Me sentía inmensamente atraída por lo que contemplaba. Parecía haber retrocedido en el tiempo más de veinte años, cuando aún era una niña y visitaba los parques de la mano de mis padres.
Me crucé con personajes de lo más peculiares, que tan sólo había visto en los libros de fantasía. Uno de ellos, un señor corpulento y estatura baja, sujetaba unas pesas de más cien kilos. Su expresión risueña se mantuvo en todo momento. Me sorprendió la facilidad con la que las llevaba, parecían no pesarle en absoluto. Tras él, una señorita con una serpiente sobre sus hombros a modo de bufanda. Caminaba de manera elegante, moviendo sus caderas al son del viento. De la melodía se encargaba un señor diminuto, montado sobre un monociclo. Entre sus manos llevaba una trompeta, cuyo sonido también me hizo recordar tiempos pasados. Y quien cerraba el desfile era una pareja de hermanas unidas por su propio cuerpo. Intenté buscar alguna diferencia entre ellas, pero me fue imposible. No paraban de hacer increíbles piruetas, que arrancaron al instante los aplausos de los espectadores.
Como por arte de magia, una fuerte tormenta se desató de forma repentina tras la marcha de los circenses. La multitud comenzó a correr en todas las direcciones. Y los niños gritaban desconsolados, buscando a sus familias. Ante tal caótica situación me abrí paso entre el gentío, necesitaba resguardarme en un lugar seguro. A medida que corría más y más, sentía cómo se calaba mi ropa. Localicé a lo lejos una carpa iluminada, no más grande que una caseta, y me dirigí hacia ella con grandes zancadas.
Vacilé unos segundos, no sabía si entrar o permanecer fuera. Me miré de nuevo de arriba abajo, iba empapada. Si no quería coger una pulmonía, lo mejor era esperar dentro hasta que cesara el temporal. Entonces, corrí con sigilo la cortina de la carpa.
-Disculpen, -pregunté en voz alta-. Verán, ¿podría esperar aquí hasta…?
Tan sólo había una persona en su interior, que se giró ante mi presencia. Un payaso de rasgos prominentes se entretenía lanzando al aire hasta cinco pelotas, una tras otra, sin perder el equilibrio. No dejó de mirarme en ningún momento.
-No te quedes ahí, por favor -Me invitó a pasar, esbozando una gran sonrisa.
Me tendió la mano y entré expectante. Tomé asiento en un viejo banco de madera y guardé silencio. El payaso comenzó a ensayar su número. Aquel sujeto tenía algo especial, algo que era incapaz de definir. Juraba haber visto aquellos grandes y expresivos ojos azules, que embrujaban y aterraban a la vez. Fruncí el ceño, comenzaba a sentirme incómoda.
Al finalizar su función, lanzó hacia arriba todas las pelotas, haciéndolas desaparecer en una nube de humo negro. Emitió una sonora carcajada, posando de nuevo su perversa mirada en mí.
-Creo que se me es...está haciendo muy tarde… -tartamudeé, levantándome poco a poco-. Gracias por…
-No deberías andar sola, señorita -Se acercaba a pasos agigantados-. Éste es un lugar muy, muy peligroso…
La carpa de pronto se volvió oscura. Atemorizada, comencé a dar pasos hacia atrás, debía huir de aquel lugar maldito. Sin que me diera tiempo a gritar, el payaso me alcanzó con sus grandes manos. Apretó mis muñecas hasta hacerme rabiar de dolor y me arrastró por la arena algunos metros.
-Te he echado tanto de menos todo este tiempo, Marina. Cómo has crecido desde la última vez…
-¡No me toques! -grité entre lágrimas-. ¡Tu hogar está en el infierno!
Las imágenes saturaron mi mente en tan sólo unos segundos. Jamás olvidaría a mi hermana muriendo en sus brazos.
El payaso se abalanzó, desatado como una bestia. Quedé hipnotizada por sus ojos, que ahora ardían en llamas. Una energía sobrenatural se introdujo en mi cuerpo, poseyéndome. Entonces, el mismísimo diablo respondió por mí. Me creía más fuerte que él, mi victoria estaba garantizada. Agarré su cuello y mordí hasta que noté su cálida y amarga sangre, deslizándose lentamente. Tendría una muerte lenta y dolorosa, tal y como merecía desde hacía mucho tiempo.
Degusté en mis labios el sabor de la venganza.
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