Quince años después

Hacía frío. Comenzaba el mes de marzo pero los coletazos del invierno todavía se dejaban sentir entre día y día de sol. Me arrebujé en la toquilla para darle algo de calor a mi cuerpo mientras los pensamientos desgranaban recuerdos de toda una vida. Ahora ya se me podía considerar anciana, sin embargo, las secuencias vividas, los sucesos pasados, eran más frescos que en ningún otro momento. Como un dibujo extendido sobre la superficie de una mesa al que todavía le faltan los últimos trazos o como un puzle todavía sin finalizar, mi pensamiento me presentaba la historia de mi vida, una vida ya larga en la que, en algunos espacios, el dibujo destacaba con líneas gruesas y colores fuertes para mostrar la trascendencia de lo ocurrido.

Miraba a través de la ventana, sentada en la butaca, en un intento de acaparar el poco calor del día frío y fijé mi atención en aquel año dejado atrás entre primaveras e inviernos, entre lluvias y soles. El recuerdo me llevó al momento del viaje en el autobús camino de la ciudad en la que vivía mi madre desde hacía muchos años.

Viajaba para darle la despedida final. Había recibido la noticia de su muerte e, inmediatamente, saqué billete para el autobús de línea. Corría entre carreteras asfaltadas y mis ideas se acompasaron al runrún del motor.

Hacía quince años que no visitaba la ciudad. Cuando partí era una mujer con esperanzas, finalizada la treintena de mi vida y volvía con una vejez incipiente demostrada entre aquellas cuantas hebras blancas como adorno de mi cabello. Me preguntaba qué encontraría al llegar. Un temor sereno, me susurraba el aspecto que tendría mi madre. Aquella madre que no sabía si me había amado o no o, si tal vez, me había amado lo suficiente, o quizás, sólo lo necesario para colmar mi afectividad.

Perfilaba mentalmente el espacio dibujado en el mapa de mi vida y llegaron hasta mis pensamientos los momentos vividos a su lado, sus miradas, sus consejos, sus caricias y también sus desdenes… Todas aquellas menudencias de detalles, se destacaban con un valor especial y nuevo. Era sorprendente comprobar cómo los valores cambiaban a lo largo de una existencia porque, aquellos primeros recuerdos, estaban colocados a un nivel diferente en la escala de mi entendimiento. Todos los actos y sucesos pasados, tenían en el momento de aquella actualidad, una diferente valoración, sin apercibimiento, se había trastocado el baremo por el cual eran medidos.

Sin embargo, la mente obtusa, esperaba ver lo mismo de antaño. Encontrar el mismo calor afectivo, el mismo ambiente hogareño y esa esperanza me ofrecía dos sensaciones opuestas. Por una parte, la alegría de encontrar en el ambiente, un rescoldo de aquel amor perdido y por otra, el temor de llegar tarde al convite de los sentimientos y encontrarme sólo con las migajas…, incluso con la frialdad de la mesa ya recogida y limpia de migas y restos del ágape de una vida transcurrida ya.

Cuando dejé el autobús, me vi precisada a ubicar mi pensamiento al lugar de la ciudad donde me encontraba. En aquellos quince años de ausencia, las cosas habían cambiado. En su conjunto eran iguales, tenían la misma base de años atrás pero, al mismo tiempo, todo era diferente y me pareció estar en una ciudad nueva. Aquel lugar donde tantos años había vivido, donde tantas esperanzas se habían fraguado, ya no me pertenecía, era extraño para mí.

Cogí un taxi hasta el tanatorio donde se encontraba el cuerpo de mi madre, las exequias ya no se realizaban en los hogares, nadie moría en casa y, si eso sucedía por accidente, rápidamente llevaban el cadáver al tanatorio donde se encargaban de prepararlo a la vista de familiares y amigos.

Al llegar sentí un repeluzno en todo mi cuerpo. El ambiente rezumaba tristeza, dolor y me pregunté cuál sería mi reacción al ver el cadáver de mi madre. Un toque en el hombro me devolvió a la realidad; mi hermana me abrazó en silencio y sentí un frío inmenso. El afecto había desaparecido, aquella mujer delgada cuyas facciones me recordaban tiempos alegres de risas y esperanzas, de afectos conseguidos y dulzuras vividas, en aquel momento, era una extraña, no significaba nada para mí.

Me precedió hasta una sala donde pude ver a personas que me resultaron también desconocidas aunque luego, supe eran parientes: cuñados, sobrinos… Y allí, en el centro, un poco alzado sobre un túmulo, se encontraba el ataúd con el cadáver de mi madre. La miré, muy anciana, la piel arrugada, la actitud serena. Al observarla, intenté encontrar en aquel cuerpo un esbozo de calor de vida, algo palpable que me mostrara su identidad y una sensación de vacío llenó mi alma. Era un vacío tranquilo, lo comparé con ese vacío solitario conseguido tras una larga reunión de habladurías, resolución de problemas y comentarios de unos y otros con quienes puedes estar de acuerdo o no; de pronto, todos se van y te dejan en la soledad del silencio, de la quietud, de la paz.

Volví a mirar el cadáver, su rostro empequeñecido por la vejez, su pelo ralo y canoso, sus manos…, aquellas manos amadas tan llenas de caricias para repartir. Sus ojos claros cerrados. Y volví a fijarme en su actitud serena. Entonces comprendí. Una sensación pacífica me envolvió, la tristeza se tornó en una calma extendida como un inmenso cielo lleno de estrellas. Todo estaba bien. Todo estaba en orden. Volví a mirar el cuerpo, a observarlo, sin una lágrima, retrocedí. Leí el asombró en el rostro de mi hermana al advertir mi falta de afectividad. La miré a los ojos, aquellos ojos conocidos y extraños al mismo tiempo y le dije:

-Mamá ya no está ahí. Se ha ido.

Cogí el autobús de vuelta a lo mío, a mi vida, a mis obligaciones, con la serenidad de la despedida de alguien a quien se ha amado y se sabe con seguridad, cumple su destino en un lugar más adecuado.

Ahora, después de tantos años, yo me encontraba arrebujada en mi toquilla mucho más cerca de realizar aquel traslado final pero ya no tenía ningún temor. Sabía, con certeza, que aquel cuerpo mío, dolorido y viejo en la actualidad, en algún momento ya no muy lejano, se quedaría en este mundo como el cascarón vacío de una nuez. La esencia de mi yo, partiría en elevaciones inconcebibles para continuar una vida eterna.


MAGDA

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